martes, 29 de diciembre de 2009

La vida puede ser una fiesta.

Sentirse feliz a los 40, no es un logro menor. Cuando hablo de felicidad no me refiero a un estado de permanente alegría, sino a una sensación de estar en armonía con mis propias demandas personales sumadas a las que me propone el medio.

Sentirme en armonía con mi conmigo y con el entorno, es para mí el mayor de los logros, sobretodo, teniendo en cuenta que mi vida no se pareció en mucho a la de Laura Ingalls.

Las cuatro décadas que llevo vividas, son desde mis sensaciones, compartimentos bastante estancos, que tienen características bien diferentes entre sí.

La primera década la viví con una inocencia singular, sujeta a la rigurosa educación de mis padres. Una inocencia que confundía con felicidad, qué ingenua.
La segunda década la padecí. No creo que existan adolescentes felices. No es la mejor etapa de la vida, no nos engañemos. Acné, una enorme necesidad de ser aceptado, tener pertenencia en algún grupo de pares, tratar de compartir códigos con los más cancheros, acceder a la ropa que te asegura el pase directo a cierto piné, abrirte a los dictados de tu sexualidad...en fin, un combo interesantísimo, pero que de alegre tiene bastante poco.
En mi caso, para colmo, tenía un cuerpo que distaba bastante de los mandatos sociales. No era una gorda tremenda, pero yo me sentía con un cuerpo inadecuado, que me ancargué personalmente de sobrealimentar, hasta que entré en la veintena de años con un cuerpo que en poco se correspondía con el de una chica de 20 años. Entonces, no era feliz. Creía que todos se burlaban de mí, me aislaba dentro de una coraza de chica intelectual que privilegiaba salidas y actividades que no supusieran ningún tipo de exposición física. Me sentía muy a gusto con la gente mayor, que me protegía y daba afecto sin prejuicios. Le escapaba al contacto con los chicos de mi edad. Sólo me relacionaba con un "viejo" grupo de amigas que arrastraba desde la escuela primaria, pero lo que se dice disfrutar de las salidas, bailes, noviecitos....nada de nada. A esa etapa, yo le llamo, la década infame.
En cambio la tercera, fue de una auténtica revelación. Después de un tratamiento que me llevó a quitarme de encima 40 kilos, a los 22 años era una mujer espléndida, gustosa y por primera vez me permití acercarme al sexo opuesto, que hasta entonces sólo me causaba terror, desconfianza. De todos modos nunca logré sentirme enteramente cómoda con los hombres de mi generación , por eso , al darme cuenta de lo atractiva que resultaba a la vista de los hombres mayores que yo, focalicé mi atención sobre este target.
En el camino de los 20 a los 30, conocí el enamoramiento, la pasión y el amor. También el sufrimiento. Pero fue una etapa increíble.
Siempre tuve claro que yo no soñaba como las demás chicas de mi edad, en tener una familia ( léase marido e hijos). Dentro de mí siempre Mafalda le ganaba la pulseada a Susanita.
Había empezado a trabajar a los 18 años y a los 30 logré tener mi primer departamento de soltera. Un monoambiente divino. Y mío, además. Lo había logrado.
A pesar de que construía mi vida como una mujer independiente, con un amor que me hacía sufrir bastante, pero que no suponía un gran compromiso, a los 31, apareció en mi vida, el hombre que ahora es mi marido y que me ganó la voluntad de armar una historia en común.
Así se inició la cuarta década. La chica que nunca había pensado en casarse, estaba un 24 de noviembre dando el sí con la mayor de las felicidades. Pero hijos....no. De común acuerdo, no.
Ya llevamos 8 años juntos y hacemos de nuestra vida en común, un verdadero disfrute. Por supuesto con vaivenes de todo tipo: emocionales, económicos, de humor, de ganas, pero siempre primó el amor que nos tenemos y una manera de entender la vida como una fiesta a la que podés ser invitado a diario, si no te la complicás demasiado.

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